viernes, 25 de junio de 2010

Capítulo 2: El perro

A las 9 de la noche, el tren por fin para en la estación de Fuenteseca, el pueblo al que han tardado en llegar ni más ni menos que 3 horas aburridísimas.
No es el típico pueblo pequeño lleno de gente mayor y ovejas; su madre ya lo comentó anteriormente que era un pueblo grande, con centro comercial, parques...

Al bajar del tren se le hizo extraño oler el aire. No era como el de su ciudad, éste era mucho más fresco. Desde luego que era un pueblo libre de humos. Además, tenía un clima algo más frío que la ciudad, lo que la reconfortaba; nunca le había gustado en calor, más bien, prefería el frío.
Parecía que empezaban con buen pie. La casa (no era un piso) era una más de las casi 30 casas que se disponían una enfrente de la otra a la orilla de una larga calle del casco histórico. Era una casa pequeña, de dos pisos. Mejor que fuera así, una casa mediana para ellas dos solas sería demasiado espacio. Así se limpia menos, pensó Ruth.
Estrenaron la llave. Entraron en la casa, que había sido preparada por los vendedores o simplemente no estaba sucia. Allí estaban todos sus muebles, que habían sido traídos semanas atras por el camión de la mudanza. Parecía que su madre lo tenía todo controlado desde hacía ya algún tiempo. Tenía el pueblo, la casa y también tenía el trabajo. Había quedado a la mañana siguiente para ir y firmar un contrato para administrativa.
-Ruth, tienes tres habitaciones para elegir. Yo he escogido una de las de la planta de abajo porque...
-La de arriba -interrumpió.
-Oh... vale, está bien. Entonces, sube y deshaz tus maletas.
Ruth subió las escaleras mientras se fijaban en los detalles de la casa. Le gustaba esta novedad, le encantaba estar en un sitio nuevo. Sus amigas la habían despedido con cartitas y abrazos. Tiene sus correos, pero a fin de cuentas nunca fueron realmente sus amigas. La olvidarán en poco tiempo, ella lo sabe. Ruth también hará lo mismo, con sus amigas, con los chicos, con la ciudad y si fuera posible, con su padre. Aunque eso es algo que se presenta difícil.
La vida de Ruth siempre ha sido rutinaria. Ahora todo parece sacado de una serie de televisión: una chica se muda sola con su madre a un pueblo remoto (no es nada remoto, pero al menos es lejano a su ciudad, y eso le da chispa a la historia), ¿cuándo van a empezar las aventuras? Ruth quiere creer que muy pronto. Y más o menos será así, puesto que dentro de dos semanas empieza el curso de nuevo, y va a entrar en 4º de la ESO. Y, como siempre, Ruth está deseando que empiece el curso. Porque eso significa el adiós definitivo al verano y su calor sofocante, y un hola a los días ocupados, los quéhaceres y también una vuelta a la vida social, por mediocre que ésta sea para ella.
Cuando terminó de deshacer las maletas, empezó a colocar mejor todos los muebles de su cuarto. Los desempapeló, hizo la cama, montó el ordenador como pudo... Todo estaba en orden. Bajó las escaleras y se dirigió a la puerta.
-¿Adónde vas? ¿Crees que has terminado? Ve a la cocina y empieza que ahora iré yo: todavía queda mucho por hacer.
Ruth suspiró profundamente y giró sobre sus talones. Era cierto lo que decía su madre: todavía quedaba mucho por hacer.


Una semana después de la mudanza todo se había normalizado. Su madre trabajaba, Ruth estaba matriculada en el instituto y ya había comprado los libros. La casa estaba en perfecto orden.
Ruth había dado algún que otro paseo por el pueblo, para saber como era. Descubrió que a las afueras, no demasiado lejos de su casa, pasaba un pequeño río afluente al cual acudía mucha gente en verano. Cuando pasó por allí vio a niños pequeños jugando, a sus padres algo más apartados vigilándolos y también algún grupo de chicas y chicos que iban allí a pasárselo bien. A fin de cuentas, la calor no se había ido del todo.
Como era normal, Ruth se fijó en todo: los chicos y chicas que encontró eran todos de su edad más o menos. Las chicas vestían con ropa corta y los chicos directamente se quitaban la camiseta. Vio cómo uno de los chicos tiraba a una de las chicas al río. Era una rubia delgada y con las manos muy largas. Los chicos reían y la chica corría empapada hacia su grupito de amigas. Se lo estaban pasando en grande, y Ruth sintió algo de envidia: ella también quería tener muchos amigos e ir al río y que algún chico mono la tirase al agua sin importarle después que su ropa iba a pegársele a la piel dejando entrever su figura.

A Ruth le gustaba la calle. Le gustaba ver a la gente, observarla cómo hace su día normal. Ir al parque y ver a los niños jugar, a los más mayores ejercitándose, paseando al perro... No sabía realmente el por qué, pero le gustaba. Sentía que estaba haciendo algo, ella también paseaba por el parque. Aunque hace tan solo unos años también le hubiera gustado ir al parque a jugar. Solía a ir muy a menudo, pero las cosas se torcieron. También le gustaría ir a correr todas las mañanas, como esos hombres de casi 40 años que siguen cuidando y manteniendo en forma su cuerpo. Y tambén le gustaría pasear a su perro por el parque. Siempre le habría gustado tener un perro. Y ahora que lo pensaba detenidamente, ¿por qué no tenerlo?


-Mamá, quiero tener un perro.
Susana dejó el tenedor sobre la mesa y fijó sus ojos verdes en su hija. Era algo que Ruth había heredado de ella: unos grandes ojos verdes llenos de pestañas. Pero el aquel pelo negro y medio ondulado había sido un regalo del padre.
-¿A qué viene esto, Ruth?
-A que quiero tener un perro. No es la primera vez que te lo pido. Y desde entonces siempre he querido tenerlo.
-Pero Ruth, tener un perro es una gran responsabilidad: tienes que alimentarlo, sacarlo a pasear diariamente, bañarlo... en fin, cuidarlo. No puede ser sólo un caprichito.
-Mamá, yo quiero hacer todo eso, y lo voy a hacer encantada. Casi todo el mundo tiene una mascota, ¿porqué yo no puedo?
-Ruth, ¿no has pensado en que quizá te canses de tener un perro? Al principio puede parecer muy divertido, pero luego quizá empieces a dejarlo de lado y eso no sería bueno para el perro, ¿no crees?
-Claro que no sería nada buen para el perro, mamá. Pero sé que eso no va a pasar. Porque no soy esa clase de persona. No voy a abandonar a nadie. No voy a dejarlo de lado.
Su madre la miró pensativa. ¿Habría dicho eso último refiriéndose a su ex marido?
-No sé, Ruth... Ahora va a empezar el curso, tendrás que estudiar y hacer tus cosas, y un perro sólo va a incordiarte, no sirve de nada tener perro.
-Eso lo dirás tú.
-¿Cómo?
-Que un perro sí que sirve de algo. Un perro es un amigo, ¿no?
-No puedes comparar un perro con una persona.
-Mamá, tú no vas a comprenderlo. Sé que un perro nunca va a ir conmigo de compras, ni va a pasarme apuntes de Lengua. Pero un perro... -A Ruth le costaba abrirse, no sabía cómo explicarse en estos casos.
Hubo un silencio.
-Ruth, ni siquiera sabes por qué quieres tenerlo.
-Mamá, joder, no es tan difícil. Si todos tienen un perro, habrá alguna razón, ¿no? Un perro trae alegría, un perro es un amigo, digas lo que digas. Siempre está ahí, moviendo la colita cada vez que te ve. Y aunque lo castigues por haberse meado en la cocina, al día siguiente seguirá ahí moviendo su colita por ti.
-Los perros no tienen sentimientos.
-Eso no lo sabes.
-¿Tu sí?
-No me dejas demostrártelo. Cada día veo a gente con su mascota pasándoselo bien en el parque. No creo que eso sea todo instinto, el perro confía en esa persona. Existe cariño entre la persona y el perro, y si dices que no es verdad, al menos es una mentira preciosa.
-¿Entonces te gusta vivir de una mentira?
-Todos lo hacemos a diario. La gente y sus comentarios, la política. Todo es una mentira, pero nos gusta que sea así. Lo preferimos así. De otro modo, nos volveríamos locos.
-Ruth, ni siquiera sabes de qué estás hablando.
-Mamá, lo sé perfectamente. Un perro no es una persona. Y es exactamente la mejor cualidad que posee. Porque los perros no saben mentir.

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